Lector sensible, Gervasio, no imaginó más que volver a
leer a Kafka, iba a llevarlo a una experiencia inédita y acaso falsaria de la
propia falsedad con la que un hombre puede convivir a lo largo de su
existencia. Cuando Gregorio Samsa se despertó una mañana después de un sueño
intranquilo, leía, se encontró sobre su cama transformado en un monstruoso
insecto. Estaba tumbado sobre su espalda dura, y en forma de caparazón y, al
levantar un poco la cabeza, veía un vientre abombado, parduzco, dividido por
partes duras en forma de arco, sobre cuya protuberancia apenas podía mantenerse
el cobertor, a punto de resbalar al suelo.
Sus muchas patas, ridículas y pequeñas en comparación con
el resto de su tamaño, vibraban desamparadas ante los ojos. “¿Qué me ha ocurrido?”,
pensó. No era un sueño. Su habitación, una auténtica habitación humana, si bien
algo pequeña, permanecía tranquila entre las cuatro paredes harto conocidas.
Por encima de la mesa, sobre la que se encontraba
extendido un muestrario de paños desempaquetados – Samsa era viajante de
comercio –, estaba colgado aquel cuadro, que hacía poco había recortado de una
revista y había colocado en un bonito marco dorado. Representaba a una dama
ataviada con un sombrero y una boa piel, que estaba allí,
sentada muy erguida y levantaba hacia el observador un pesado manguito de piel,
en el cual había desaparecido su antebrazo.
La mirada de Gregorio se dirigió entonces hacia la
ventana y el tiempo lluvioso, se oían caer gotas de lluvia sobre la chapa del
alfeizar de la ventana, le ponía muy melancólico. “¿Qué pasaría – pensó – si
durmiese un poco más y olvidase todas las chifladuras?” Pero esto era algo
imposible en lo absoluto, estaba acostumbrado a dormir del lado derecho y en su
estado actual no podía ponerse de ese lado.
Cuando volvió su mirada al ambiente, observó que ese
insecto de cierta contextura comenzaba a ensancharse y se inquietó. Crecía
sobre su panza para describir su parte baja, invisible a los ojos de Gervasio,
y sobre la altura de sus alas conmovedoras. Crecía y crecía al punto que
comenzó a avistar primero dos brazos, luego una proyección sobre el cuerpo que
comenzaba a dar las formas de un cuerpo humano. Se encaminó de pronto hacia la
ventana, tomó una silla, se sentó aterrado y solo atinó a taparse la boca como
si de allí, en ese escenario al menos diabólico como inesperado, fuese a
pronunciar la palabra imposible. Cuando el cuerpo humano, desnudo, quedó frente
a él, achinó los ojos como si hubiese tenido una experiencia de formación
extravagante con los mongoles. Le miraba las piernas rociadas de pelambre, el
ombligo y el miembro en instantes en que decidió ir por la metamorfosis de
su rostro. Le vino en gana, no meditada ni preanunciada en la esquiva mecánica
de sus impulsos, saber de quién era el rostro que surgía de esa horrible
mutación. Levantó entonces la cabeza sin sacar su mano de la boca y descubrió
lo que jamás habría imaginado ni en la irrupción creativa más desolada. Fue
cuando pegó un grito seco, casi sordo, esos en los que uno descubre que es
cualquier otro, menos uno. El rostro correspondía a una persona que había en
las calles, en las fotos de los diarios, en el terror cotidiano de ciertos
anuncios políticos. Cuando divisó por fin que se trataba de Mauricio Macri,
Gervasio comenzó a hacer de las imágenes un juego fantasmal sin principio ni
fin, nubes que dibujaban figuras volátiles e irrepetibles, y se desmayó, su
cuerpo se tendió suavemente a su flanco izquierdo y cayó mansamente sobre el
piso de parquet como si hubiese avistado en su fuga, un lugar secreto donde
asentarse ante la furia con que lo acechaba la realidad. “La falsedad sobre la
falsedad, creyó haberse escuchado decir o no decir, como sucede en ensoñaciones
inexplicables, es un campo de pruebas donde se ensaya la muerte”.
*Escritor,
periodista, historiador.
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