En el centro del living de mi casa tengo un aparador enorme sobre el cual habitan adornos varios. En medio de alebrijes, peces de colores, cerámicos y demases, se erige un busto pequeño de Perón y Eva. Es la herencia que me dejó Marga, la señora que trabajó en mi casa durante mi infancia y adolescencia. Alguna vez hablé de ella. Desde mi mirada de niña, su trabajo consistía en hacerme feliz. Supe recién a los diez años que no éramos parientes y que venía a casa por un sueldo. Ella se encargó de que supiera que además venía por amor. Y siempre le agradezco ese gesto porque yo la amaba con locura. No podía concebir su ausencia. Aún no puedo. La extraño cada día. Antes de morir, me dijo que me dejaba esta piedra preciosa, porque finalmente yo había entendido desde el corazón al peronismo y estaba segura de que se la iba a cuidar. Ella sabía que yo no era peronista y sin embargo confió en mí para proteger su tesoro. Marga no quería convertirme al peronismo porque para serlo