Cuando llegó la
pandemia, el delirio del control
de la información
en tiempo real, el mito de las redes
cayó de pronto
como si un huracán
le desollara las
ánimas
porque la
seguridad interplanetaria,
los vigilantes de
mito electrónicos
las enmarañadas
lianas de cables de energía
no contaron que se
avecinaba un drama
cuando controlaban
todo y no controlaron nada
ni la fecha del
día en que vivían
les dio crédito a
las impotencias
y el mito se
quebró de pronto
entre luminarias,
efectos especiales
y ordenadores que
sabían presuntamente todo
de todo, todo el
tiempo
y se supo que
desde el fin de la segunda guerra mundial
jamás habían
perdido los grandes poderes
una batalla
semejante en territorio incierto
al presentar ante
los ojos del mundo
el transhumanismo
de la inteligencia artificial
que florecía
virósico en Silicon Valley
bajo las alas de
un superhombre que se derrumbaba
porque la
información llegó veloz en diarios de papel
y no en los robots
que alimentaban la inteligencia policial
de las tarjetas
plásticas, los celulares y otros camouflages
que venían a
resolver el error de la vida
a manos de un
doctor Menguele de ocasión
sentado otra vez
en la poltrona de los poderosos
recienvenidos a
reparar los defectos de la existencia
a manos de la
máquina que les pertenecía
con protocolos,
patentes y derechos de autor
para que las
máquinas provean productos mercantiles
y no ya
solidaridad, no ya dignidad, no ya la humanidad
en el mundo de
plástico que reluce en la sonrisa robótica
de los patrones
invisibles
que privados
privan para acumular los principios del hacer
sobre la sombra de
la mujer y el hombre
avistaban
partículas de un nano mundo
a manipular como
insectos de laboratorios
que impidan que la
vida se propague
con su don de
incertidumbre árboles, mares,
oxígeno,
paradojas, sueños
y así dar lugar a
la mercantilización de las almas
que es superior al
devenir, las sombras
e incluso a la
inteligencia artificial
de Billy Gates y
Hitler reunidos por un robot
que urde la muerte
restituye el pasado y transforma sus efectos
en comida chatarra
que se vende
en máquinas
automáticas que sonríen desesperación
en el nicho de un
supermercado que expide además
certificados de defunción
destinados a
desarrollar un producto llamado tristeza.
Barracas, 24 de
mayo de 2020
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