En Para leer Capital, Louis Althusser (1969) escribió: “Puesto que no hay lecturas inocentes,
empecemos por confesar de qué lecturas somos culpables”. Pensar así nuestra relación con los libros, nos
aleja de las armoniosas convenciones en torno a ese enigmático artefacto. Como el hilo de Ariadna, un libro es una
invitación a un recorrido cuyo trayecto desconocemos. Y del que no saldremos
ilesos. Una de las sofisticaciones más sorprendentes del libro, son los efectos
concretos que generan en quienes se arriesgan a tirar de los jirones de ideas
que allí anidan.
Sabedora del impacto transformador
de las ideas, la iglesia católica publicó entre 1564 y 1948 un índice de libros
prohibidos para la lectura. Con su index de obras censuradas por su talante
herético, la trabajadora sexual de Babilonia inauguró una duradera tradición
que llegaría hasta nuestros días. Así como con la gran caza de brujas -que
intentó pulverizar el poder social de la mujer, anulándola como sujeto
(Federici, 2010)-, la Iglesia encendió miles de hogueras purificadoras para las
blasfemas páginas que no se ajustaran a los misterios de su monopólica fe. Pero
como ocurriera con las mujeres, los libros ardientes multiplicaron la voluntad
de seguir robando frutos a los árboles de la vida.
Durante la última dictadura militar,
se publicó en el Boletín oficial el Decreto
N° 3155 13/10/1977, donde Videla y Harguindeguy prohibían la venta y
circulación de “Un elefante ocupa mucho espacio” de Elsa Bornemann y “El
nacimiento de los niños y el amor” de
Agnés Rosentiehl, aduciendo que “…se trata de cuentos destinados al
público infantil con una finalidad de adoctrinamiento que resulta preparatoria
a la tarea de captación ideológica del accionar subversivo”. Los militares estaban férreamente decididos a
impedir la “…ilimitada fantasía, carentes de estímulos espirituales y
trascendentes” (Resolución N°480 del Ministerio de Cultura y Educación de
Córdoba del día 7/06/1979). Paradójicamente, si algo consiguió avivar el fuego
censor de las hogueras, fue el ansia de construir otros mundos donde la tierra
fuera el paraíso.
Hibridando a Orwell y Huxley, Varda
Burstyn ha dicho que vivimos en un “Feliz 1984”. En otras palabras -no las
nuestras, precisamente-, nuestra vida actual transcurre en una “happycracia”
(Illouz, 2019), donde la obligación de ser feliz a toda costa ha propagado la
banalidad del optimismo (Eagleton 2016), que exige aceptar las cosas tal y como
son. Un yo optimista, amilanado con la
seducción fetichizante de las mercancías, dispuesto a comprar la felicidad en
cómodas cuotas. La explosión de los libros de autoayuda, y la lógica de las
emociones delivery capilariza las
relaciones sociales. En tiempos de la
una pretendida y sumamente degradada “revolución del cerebro”, el coaching
ontológico busca reemplazar al psicoanálisis, y a cualquier teoría crítica de
la dictadura del propietariado.
Aun en los tiempos de asedio
neurocientífico de nuestra subjetividad, las ideas insumisas, situadas y
culpables siguen fructificando. Y los libros –más allá del soporte material que
condense las ideas que porta- continúan siendo una vía maravillosa para abrir
caminos, mundos nuevos. Armas de la crítica, para disolver las miradas
confortables y holgazanas de la historia, O como diría Benjamin en su Tesis VI:
“…adueñarse de un recuerdo, semejante al que brilla en un instante de peligro”.
*Especialista
en Historia Regional.
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