A Eduardo Sánchez y
a la alegría común.
Diego del cielo,
sentado junto a Obdulio,
el Negro Jefe,
seguía entre sus nervios
a la pelota, gemía,
dolía los párpados
y ensayaba gestos
cuando el flaco Di
María regresó al potrero
hizo un taco, la
calzó de empeine
para que hiciera un
ligero giro circular
en el espacio
como si hubiese
bajado el barrilete cósmico
para acariciar la
red.
.
El pueblo en su
morada temblaba,
el pibe de dientes
con entradas de cavernas,
la sonrisa como una
flor en su boca,
la desocupada que
se sintió renacer,
el paseador de
cabras en la precordillera,
las maestras que
hicieron un alto en el cuaderno,
descubrían la
alegría en un torrente.
El Negro Jefe le
acarició la cabeza al Diego,
y le dijo, mucho de
lo que se espera, llega;
sabía del Maracaná,
el fervor
brasileño al rodar
la pelota
el símbolo común
que es la pobreza
cuando encuentra un
punto en común
donde abrazar a la
esperanza.
Esperando el gol
nació una niña
para anunciar el
triunfo
mientras su papá
atajaba penales,
demolía pelotas
imposibles
y abría los ojos
con cierta picardía
de sol, árbol,
pájaro y vereda feliz
donde se tomaba
mate y hoy,
se espera una
vacuna,
la mano generosa de
una enfermera
que asiste desde el
silencio a los mejores días
y a ese barrilete
que bajó Diego
para que un “fideo”
de Rosario Central,
pusiera los platos
y dijera:
“¿viste? vino
Messi”
para que todos
pudiésemos comer
en un instante parecido
a la eternidad.
Barracas, 11 de
julio de 2020
*Escritor, periodista, historiador.
Comentarios
Publicar un comentario