A Liliana de la
Quintana Ovando
El Che se dolía en
vísperas de su morir:
la maestra de La
Higuera lo encontró flaco, solo,
piel de estrías,
cabellos hechos de polvo de tierra,
y le preguntó:
¿tienes hambre? Y él respondió, sí.
Te traeré algo de
comer, dijo la maestra, y partió
mientras el pueblo
lo miraba atónito.
Él se hundía
resurgido
en la niebla verde
gris del pueblo de Ñancaguazu.
La maestra regresó
con un plato de sopa de maní en sus manos
y el Che dijo
gracias, tendido sin poder erguirse,
tomó la vasija de
barro y bebió la sopa
tendido en su lecho
de nada, ensoñado de ausencias.
La boca del
comandante iba y venía rasgada por el hambre
y su gemido sordo
se hundía en el silencio.
¿Quieres más?,
preguntó la maestra que enseñaba
en el hambre y el
alumno Che dijo que sí; acaso
se le escapó una
sonrisa escondida en su alforjas
adormiladas por el
desnudo dolor de los atajos.
Ella sintió que
algo extraño sucedía en su corazón
y quedó vagando en
su dolor por siempre cada día.
Hoy se la ve con
sus años a cuestas, jovencita boliviana
entre huellas,
árbol sencillo de hojas que regresan
y cuentan que así
como el Che llevaba su mochila,
ella se ve niña,
maestra de ojos profundos, manos frescas
y labios que
aspiran al amor y esperan.
A la sopa, el
pueblo ahora la llama la maniche. Ella
la prepara desde
entonces; dice que es para que ese hombre
“no me ande así
nomás, otra vez, por tierras de Bolivia,
el comandante Che,
con el estómago vacío”.
P.D.:
Hoy recordamos al General Perón y al Che Guevara. Aquí, un poema sobre La
Maniche, la sopa de maní que una maestra le dio al Che a poco de su detención. El
pueblo la llamó desde entonces La Maniche.
*Poeta, periodista, historiador.
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